Con tía Irma dormíamos en el mismo cuarto que comunicaba hacia el living. Arriba de la mesa de luz color caoba, había, además de las veladoras, varios objetos de todo tipo y color que cubrían la superficie. Ella en una época, era una gran creyente de dios y esas cuestiones; yo todavía no había nacido pero me lo habían contado algunas de mis otras tías y alguno de mis primos. Cuando nací y tuve memorias me di cuenta que tía Irma no creía en más nada que tuviera olor o gusto a religión católica. Tampoco comía más carne de pollo.
Pero en la mesa de luz había algo que siempre destacaba y que ella metódicamente lo ponía a cargar bajo la luz de una de las veladoras. Era un niñito Jesús de color amarillo que todavía conservo. Ahora luego de haber pasado como en una especie de ritual, por varias manos, mi hermano Alvarito, mis sobrinos Nicolás y Georgina me lo quedé yo. Es de un material parecido al plástico pero más resistente, le faltan ambas manos y parte de un pie, estuvo más de cincuenta años dando vueltas por distintos integrantes de la familia. No sé bien cómo llegó a mí. Pero está arriba de mi mesa de luz blanca y cada tanto lo pongo a cargar con mi lámpara y el niñito Jesús brilla por un rato en la oscuridad. Todavía me sigue fascinando esa situación pues a través de ese niñito surge el recuerdo de la tía Irma que en parte me crió.
¿Qué pasó para que tía Irma no fuese más creyente y practicante católica? ¿Qué cuestiones de fe operaron para que se le fuera esa convicción?
La tía formaba parte de una familia compuesta por seis hermanas, tres solteras, dos casadas y una viuda. Y dos de las solteras pasaron a vivir con las casadas y la otra con la viuda. O sea que la suerte, quiero creer que fue eso hizo que tía Irma viviera con nosotros siempre. Era dulce y nos sabía llevar, éramos cuatro hermanos indomables. Vivíamos en una casa grande que tenía también un patio hasta con hamacas que les poníamos recados resultantes de las épocas que vivíamos en el campo. Mi madre en ese entonces estaba embarazada de mí y la tía Irma ya había pasado a vivir con nosotros. La historia familiar con sus relatos orales, las más de las veces contados en susurros, cuenta la muerte de una hermana mía a los cuatro años de leucemia. Se llamaba Ana María. Y cuando muere, yo nazco. Fui la única hermana mujer rodeada de varones y la consentida de Tía Irma. Cuando conversaba con ella y le preguntaba cosas referentes a mi hermana, se producía un silencio que duraba bastante hasta que yo le mostraba la única foto de Ana María y decía para provocarla y también porque así lo sentía en esa época:
-Suerte que murió porque era rubia y de ojos azules, mucho más linda que yo… Imaginate tía Irma lo que sería mi vida ahora, por suerte salí inteligente ¿no te parece?
-Ay ay ay Analía tenés que cambiar; no hables de esa manera te lo pido por favor…
Y yo seguía azuzándola -Y además no entiendo por qué cada vez que hacen carne de pollo no comés y las demás carnes sí… Contame, algo te pasó, quiero saber…
Esa vez la abrumé tanto con mis preguntas que de algo me pude enterar.
-No como más carne de pollo porque cuando me enteré que a la nena la traían fallecida desde Montevideo estaba comiendo eso. No me preguntes más. No quiero hablar del tema.
-¿Y el niñito Jesús? ¿Era de ella?.. ¿de Ana María?
-Sí, lo tengo desde que ella nació y viste que siempre lo pongo a cargar. Es para recordarla y además me lo dieron unas monjas de María Auxiliadora.
-Entonces ahora va a ser sólo para mí.
Y así fue. Pero pasaron varios años y muchos acontecimientos para ello.
El aliento de la muerte es como el “aire frio” y me tocó directamente varias veces pero también es la primera exhalación de la vida. Aire frío que tiene que ver con el alma, y deviene en su origen de “psyche”, palabra griega que tiene que ver con los sentimientos, con las emociones, los fenómenos psicológicos y con estos recuerdos.
La existencia misma me puso en varias mudanzas y el niñito pasó por muchas manos familiares pero hace unos años tres años se lo pedí a uno de mis sobrinos, así como también la foto de Ana María.
Ahora, las veces que lo cargo para que brille, añoro algunas cosas de mi niñez algunas buenas y otras no tanto, pero también el brillo en la oscuridad hace que mis nietos salten de satisfacción, y eso me produce emociones que escapan a las palabras.