Ya iba a anochecer. Era un día de pleno verano por eso empezaba a ponerse oscuro pasadas las veinte horas. Los gurises ya estaban adentro prontos para cenar. Mulata salió para la última recorrida pues sabía que el viejo Teodoro iba a hacerle la misma pregunta de todos los días:
-¿Está todo bien por ahí?
Dio una vuelta hacia la portera que quedaba a unos escasos cien metros del alero principal, cuando notó movimientos raros. Paró la oreja y trató también de mirar mejor pero no vio nada diferente a días anteriores. Se acordó que la peonada había comentado que un yaguareté andaba rondando esos pagos. A ella le parecía imposible que un animal parecido a un tigre anduviera por ahí, cerca de ellos. Pero, pudo más su curiosidad que su miedo.
Se dirigió con la escasa luz que todavía quedaba del atardecer hacia un galpón donde se guardaba mucha cosa, revolvió y encontró la azada con la cual ella y doña Chela cavaban y movían la tierra para quitar las malas hierbas que rodeaban las hortensias.
Volvió a la portera, ya habrían pasado unos quince minutos, ella de horas sabía pero sólo por los claroscuros que se sucedían en el día. Caminó sigilosamente unos siete u ocho pasos y esperó. Había visto felinos y otros animales salvajes en el libro “Bomba, el niño de la selva” el de tapa amarilla bien a la vista en la biblioteca infantil. Esperó otro rato y vio pasar una sombra de cuatro patas, le pareció medio amarillenta y de cola larga. Se paró temblando por el miedo y corrió a pesar del julepe, tirándole la azada por el lomo. Sintió un ruido sordo y un gruñido, la sombra ya transformada en animal también, corrió y se perdió en la inmensidad de los campos. Fue a buscar la azada y ahí vio un rastro colorado en la punta. Lo tocó y pensó: es sangre. Se preguntó varias veces si lo que había sucedido era verdad o producto de su imaginación.
Llevó la herramienta con ella y entró a la cocina, en el comedor estaban terminando la cena y el viejo Teodoro sin prestarle atención le dijo a viva voz: -¿Dónde se metió gurisa? la estuve llamando…
Mulata explicó atropellada lo que había visto, lo de la sombra en la portera, lo que había escuchado de los peones respecto al yaguareté (ella no podía pronunciar bien ese nombre y dijo: “yaguaté”), la búsqueda de la azada y la tirada de la misma por el lomo de la sombra devenida en animal salvaje.
Don Teodoro, con mirada incrédula y bajando el tono de la voz dijo: -Pero que disparate estás diciendo Mulata! ¿qué estás hablando? Te hizo mal algo de la tardecita. Los peones te deben haber “tomado el pelo”, acá en estos lugares no hay ese tipo de animales. Comé algo…
El viejo iba a decir algo más cuando Beatriz gritó: -Abuelo, mire que esa pala está manchada con algo rojo…
-Mostrame, dijo el viejo…
Mulata enseñó la azada cual trofeo de guerra y Beatriz aplaudió a rabiar, Eduardo se hizo el distraído y Gustavo se había dormido en la silla de comer.
-El problema que si lastimaste algún perro de un vecino vamos a tener problemas… Llegará algún día que te dejes de meter en líos… acotó el viejo ya muy molesto.
Mulata sabía bien ahora lo que había visto. Así que esta vez no le importaron nadita los dichos de Don Teodoro, se sentía llena de dicha y emociones encontradas y si los peones no le creían, allá ellos.
Tocó la azada y sintió la punta caliente y vio el rojo de la sangre… se envalentonó, tensó el cuerpo, se calló, dio media vuelta y salió de la cocina. Seguía escuchando los aplausos de Beatriz. Cuando pasó frente al espejo de pie de la otra parte del comedor se miró e hizo una especie de reverencia. Tiró la azada ahí mismo. Después la juntaría.
Del miedo anterior pasó a la risa, iba a tener para soñar, contar y recordar mucho tiempo esa aventura.